miércoles, 19 de diciembre de 2012

Matanza en Connecticut




Ha vuelto a suceder en Estados Unidos. Un tipo ha entrado en una escuela, esta vez en Nueva Inglaterra, cargado con más armas que el propio Rambo y ha liado una carnicería que ni siquiera los guionistas más retorcidos se atreverían a plantear.
La bacanal de sangre incluye a 20 niñas y niños. Stop. Muchos de ellos fueron asesinados de varios disparos. Stop. La mayoría de las profesoras muertas se enfrentaron al agresor para defender a los pequeños. Stop. El presidente Obama dice que es necesario actuar. Stop. La NRA, la todopoderosa Asociación del Rifle, se lo pasa todo por salva sea la parte. Stop.
La historia se repite. Dolor, incredulidad, rabia, familias rotas… 
Y se repite demasiado a menudo.
Es un tema que incluso a los expertos más sesudos les cuesta explicar. Si es que tiene explicación el hecho de que un adolescente de 20 años dispare a matar indiscriminadamente a niños de seis a diez años.   
Estados Unidos es un gran país, pero tiene un puntito difícil de entender a este lado del Atlántico. 
Que un niño vea en televisión el pecho de una mujer se puede convertir en alarma nacional. Con la velocidad del rayo, se abren debates, las iglesias se llenan de feligreses pidiendo perdón a su dios y los padres se transforman en entes energúmenos defensores de la moralidad.
Sin embargo, se ve con absoluta normalidad que esos infantes, desde que nacen, se empapen de la violencia que inunda las pantallas y vayan a disparar junto a sus orgullosos padres a uno de los miles de clubes que existen en el país. O, también muy común, que sean los propios progenitores los que les enseñen a manejar las armas. Yo he visto (afortunadamente en televisión) a niños a los que acababan de retirar los pañales manipular y disparar armas tan grandes como él.
Y para mucha gente eso es normal, incluso ríen la gracia. Como suena. 
La competitividad en la sociedad americana es, cuando menos, imponente, y está instalada en todas las etapas de la vida. Ya en la guardería, a los niños se les trata como futuros entes luchadores que van a tener que estar en continua brega su quieren ser algo en la vida, destacar y, sobre todo, tener mucho dinero, el verdadero ídolo al que adoran sus habitantes.
Concursos en todas las materias de estudio, torneos de deletreo de palabras, competiciones deportivas, presión parental para destacar… 
¿Un caldo de cultivo ideal para que a un chaval que se salga de la norma se le crucen los cables?
Difícil de afirmar, desde luego. Pero es innegable que Estados Unidos tiene un problema con los tiroteos indiscriminados. Un problema grave, extendido y que pone el vello de punta a la mayoría de sus habitantes.
Como suele ocurrir después de una de estas tragedias, en los días posteriores todo el mundo quiere hacer algo. Tras los pésames y las oraciones, los discursos se encaminan hacia un mayor control de la compra y tenencia de armas. Siempre se queda es eso, solo palabras.
El New York Times analizaba el tema. Un vocal (o bocazas) de la Asociación del Rifle, decía que la solución era más pistolas. El periódico, con mucho juicio, se preguntaba: “¿Profesoras de infantil o primaria armadas? ¿Es esta la solución?”
El cuento de la Segunda Enmienda de la Constitución da mucho juego a los defensores de armamento for everyone, ya que dice que todos los norteamericanos tienen derecho a poseer y portar armas. El hecho de que esa ley date de 1791 no parece importarles, ni tampoco la diferencia entre las formas de vivir de esa época y la actual. 
Es, de nuevo, una cuestión política. Nada se dice en esa ley que no se pueda controlar a los que compran pistolas, metralletas y fusiles, ni quien lo hace, o cómo tiene sus facultades mentales. O algo tan simple como mantener un registro, algo que en la mayoría de estados no existe.
Pero ante todo es, como sucede en nuestra sociedad capitalista, una cuestión de dinero. La venta de armamentos mueve en el país de las barras y estrellas una cantidad de dinero que pone los pelos como escarpias, y los fabricantes y vendedores forman un lobby que untan generosamente las arcas de los partidos cuando llegan las elecciones.
Obama parece decidido a poner coto; el alcalde de Nueva York ha dicho que es hora de tomar decisiones, que es más importante resolver el problema que perder unas elecciones por intentarlo.
Los niños asesinados en Newtown merecen una respuesta de la sociedad americana. Todos los muertos la merecen.
Pero, como viene siendo habitual, me temo que las cosas se queden, de nuevo, como están.
Dentro de unos meses, la matanza en la escuela secundaria solo será una más que incluir en las estadísticas. Cada año se celebrará un memorial, durante una semana se volverá a debatir el tema en los medios de comunicación y la gente volverá a su habitual ritmo de vida.
Hasta que otro tipo vuelva a entrar en un escuela, una universidad o un hospital y esparza su terror, su odio y su locura entre gente inocente.
Eso sí, allí todo lo arreglan encomendándose a dios.

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